La semana pasada, mientras iba trotando -lo mío no es running ni footing,
sino trote cochinero- temprano hacia la calle Mayor, un operario del
servicio de limpieza arrancaba carteles de las farolas mientras
otros, a distintas alturas de mi corto aunque reiterado recorrido, se
afanaban como a diario en la limpieza de nuestro entorno urbano.
De
los muchos trabajos que nuestra estúpida sociedad minusvalora,
seguramente uno de los más dignos cuando están bien hechos sea el
de la limpieza. En este sector, especialmente vulnerable a los
contratos precarios, a los sueldos reducidos y a los horarios
leoninos, se negocia actualmente un convenio que afecta según
informan los medios locales a más de 1.900 trabajadores, manteniendo
la representación empresarial al parecer una postura rígida e
inflexible en sus condiciones.
A
buen seguro, el sector habrá acusado la crisis tanto o más que
otros, pues por error ciertos servicios se consideran menos
indispensable que otros. La mayor competencia en la presentación de
ofertas económicas para las adjudicaciones pesará también, pero no
me parece socialmente admisible que una actividad ya de por sí poco
dignificada -y, a pesar de ello, absolutamente digna- reduzca más
aún las retribuciones de sus empleados.
Por
otra parte, y sin ánimo de mermar la demanda de este tipo de
servicios, la labor callada y resignada, eficiente en la mayor parte
de los casos, e ingrata de estas personas me ha movido a recordar la
conveniencia y necesidad de mantener una cultura cívica de limpieza
de nuestro entorno. Pequeños gestos producen grandes resultados, y
una ciudad se valora a los ojos de sus visitantes entre otras cosas
por su limpieza, lo cual depende en gran medida de nosotros, sus
vecinos.
Separar
los residuos por su destino a los distintos contenedores,
depositarlos adecuadamente, utilizar las papeleras y renunciar a
costumbres tan sucias como la tan tristemente típica de comer pipas
e ir tirando las cáscaras al suelo cuesta poco, y a largo plazo
produce resultados positivos, como lo hace ir conservando los tapones
de los envases y llevarlos de vez en cuando a quienes los van
recogiendo desinteresadamente, como Elena en La Salle o mi amiga
Reyes, de la tintorería Todolimpio.