
Estas últimas tardes de septiembre las he ido viendo llegar a última hora. Avanzan lentamente desde el páramo en bandadas de treinta o cuarenta, con su lento y constante aleteo. Parecen enormes galeras, cortando el viento a golpes de tambor e impulsos de sus bancos de remeros. Vuelven con el buche repleto, de topillos ahítas, pintando de blanco y negro el cielo.
Regresan a una ciudad que es la nuestra y no lo es, a la ciudad de los tejados de aquella donde la gran cigüeña blanca contemplara la pérdida prematura del infante real. Y nos contemplan desde los pináculos de la Catedral, desde las torres de San Miguel y de la Diputación, desde las afiladas antenas de telefonía, y quien sabe qué dirían de nuestras estúpidas disputas, de nuestras ridículas ambiciones, de nuestras dichas y desdichas, si tuvieran la suerte – o desgracia – de saber hablar.
Regresan a una ciudad que es la nuestra y no lo es, a la ciudad de los tejados de aquella donde la gran cigüeña blanca contemplara la pérdida prematura del infante real. Y nos contemplan desde los pináculos de la Catedral, desde las torres de San Miguel y de la Diputación, desde las afiladas antenas de telefonía, y quien sabe qué dirían de nuestras estúpidas disputas, de nuestras ridículas ambiciones, de nuestras dichas y desdichas, si tuvieran la suerte – o desgracia – de saber hablar.
1 comentario:
Por supuesto que saben hablar, pero nosotros somos tan estúpidos que somos incapaces de entenderlas.
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